Mis manos húmedas, repletas de colores, desde la escarlata hasta, el opaco tinte, de la sucia
tierra, que había derramado sobre mis palmas. Para eliminar los rastros de
sangre. Jamas tuve intenciones de agredirla, pero de forma incesante golpeaba fuertemente con sus horrendos gritos, esos chillidos que taladran mi cien. Y yo tan tranquilo, sedado por los
alaridos.
La mire fijamente, escuche con placer los estruendos que
causaba su garganta, la observaba con amor, con dulzura. La estimo pensé, ella
me cuido más de lo que le corresponde, al menos es lo que me dijo cada
terrible día de mi vida, nunca podría hacerle daño, a veces me alimenta, alguna
que otra vez se apiada de mi pobre alma, ¿por qué, no hacerlo yo? Digo… se lo
debo, de repente una inmensa mezcla de sentimientos, mis deseos inhumanos de
abrazarla se chocaban con mis anhelos de ver correr sus sangre por el suelo, llorar lagrimas, haciendo así, mas liviano el
gigantesco viaje que yo – habiéndolo decidido- impulsaría con un deseoso movimiento, firme y seco, empuñando una hermosa escultura, La Venus De Milo,
que bella figura. A mama siempre le gusto.
El borde, del hombro derecho de la estatuilla, se clavo
directamente en el lado izquierdo de su cráneo, una leve lluvia de astillas, formada por pequeñísimos rastros de hueso, cubrio un infimo perimetro de su cabeza, la sangre impacto una de las esquinas de la sala de estar, en
ese momento me vi. El cuadro de ella y mi reflejo salpicado con dolor.
¿Soy yo el asesino o
simplemente un enviado?
Este escrito fue inspirado gracias a una amiga de viaje y mochila, dedicado humildemente a Valeria Rodriguez